jueves, 27 de agosto de 2015

La historia de Worso

Las finas trompetas de plata sonaron cristalinas en aquella soleada mañana del otoño de Tanelorn. Los augurios de los místicos eran claros. Aquel neonato estaba llamado a alcanzar grandes gestas y en el castillo de Breganda todos los astros se habían conjurado para celebrar el nacimiento de una leyenda. El radiante sol anunciaba el nacimiento de un hombre destinado a perdurar en la historia de la ciudad Evanescente y una multitud enfervorizada vitoreaba el nombre del heredero de una de las familias más ilustres de Tanelorn.

Mientras tanto, lejos de allí, en la entrada de la pequeña catedral de Masonia, el padre Veremont había encontrado una cesta con un escrito adjunto a la misma. “Quien lo lea, se lo queda” rezaba el pequeño pergamino y en el interior se encontraba un bebé famélico, cubierto con una deslavada manta verde, lo que lo identificaba como bastardo.

Sin duda se trataba de una de las famosas cadenas del padre Fanolias, que consistía en enviar el primero de tus bastardos al monasterio más cercano, para quien lo encontrara, a su vez, hiciera lo mismo. Y no podía ni rechazarse el niño ni romper la sucesión, pues de todos es sabido que el sacerdote Golani, quien rompió la cadena ya nadie recuerda cuántos inviernos atrás, tuvo una muerte horrible al abrir la puerta de su casa y ser devorado, digerido y regurgitado por un dragón que acababa de aterrizar, nadie sabe por qué, en el patio de su hacienda. No, no se podía correr un riesgo tan alto. La cadena seguiría y aquel niño sería acogido por el monasterio.

Aquellas eran unas épocas de relativa bonanza en Tanelorn y en el monasterio no tuvieron problemas en criar a aquel bebé. Veremont acababa de perder a su gato, Worso, que en el lenguaje de los Darzhi significaba “aquel animal peludo cuyos ojos incandescentes brillan en la oscuridad y se te clavan en el alma al mirarlos fijamente en la fría noche del fin de los tiempos”. Y es que el sacerdote siempre había sido admirador de la capacidad de atomización del lenguaje de aquella extinta raza, pero Worso era la única palabra que había sido capaz de descifrar tras largos inviernos de farragosos estudios. Así que al niño le puso el mismo nombre y con él creció y se convirtió en un muchacho.

Muy pronto el chiquillo empezó a demostrar una capacidad creativa extraordinariamente imaginativa y carente de toda lógica o análisis pragmático. Así, con diez años se hizo famoso por su primera creación presentada en sociedad a sus amigos de escuela: la armadura de pan. Después de formar varias piezas con masa cruda amoldadas a la forma de su cuerpo las hizo cocer en un horno cercano al monasterio (con la excusa de que eran ofrendas especiales del padre Veremont). Después de unirlas con cuerdas para formar la coraza, dejó que se secara, para que el pan se volviera duro y así incrementar la protección. Por desgracia el día de la presentación, Worso salió del monasterio con su crujiente armadura y al poco empezó a diluviar, con lo que se deshizo por completo. Volviendo a casa, la gente lo confundía con un gnomo de fango y los niños lloraban al verlo. Las autoridades acabaron por detenerlo y al reclamar un exorcista para devolverlo a su plano, apareció el padre Veremont que lo reconoció… pero siquiera ese incidente le detuvo en sus ansias de seguir creando nuevos inventos.

Así llegaron nuevos y emocionantes hallazgos. El escudo-muelle, que permitía (teóricamente) levantarse al portador del mismo aprovechando el rebote contra el suelo, las hachas encadenadas, que se utilizaban como boleadoras y resultaban mucho más peligrosas para el lanzador que el objetivo y como no, el insuperable lanzallamas, consistente en un gran fuelle de avivar las hogueras de las fraguas, relleno de licor de altísima graduación y con una vela de carburo en la punta. Todos ellos éxitos indiscutibles en las comidillas de las tabernas y proveedores incombustibles de heridos leves en los sanatorios (básicamente los jóvenes amigos del inventor que se atrevían a probar tan descabelladas creaciones).

El padre Veremont, que se había instruido sacerdote básicamente con la idea de tener una vida lo más tranquila posible, estaba desesperado con el efervescente pupilo que le había sido asignado por la obra y gracia de la cadena del maldito padre Fanolias, que seguramente se debía estar desternillando en su tumba desde hacía siglos con la maldad implacable que había creado y los necios que le habían hecho caso… pero ya no había nada que hacer. Entonces tuvo una brillante idea. Si la mayoría de los inventos de Worso tenían un marcado carácter bélico, lo apuntaría a la guardia de Tanelorn… así tendría donde explayar su imaginación y de paso, convertirse en un guerrero de profesión. Por eso, al cumplir los quince años, Veremont enroló a su hijo adoptivo en la guardia de la ciudad, dónde empezó a formarse como guerrero.

La idea funcionó y durante un tiempo Veremont vivió en paz, mientras Worso aprendió el oficio de soldado y aunque las oportunidades de guerrear eran escasas, pues muy pocos inconscientes atacaban Tanelorn, se aplicó seriamente en la instrucción y en tres años se había convertido en un luchador algo débil aunque bastante hábil. Pero sobretodo, en estos años fue cuando una obsesión enfermiza por las armas y las formas de construirlas se empezó a instalar en su ajetreada mente.

Tras completar su instrucción como soldado raso, con dieciocho años, Worso conoció al viejo Oddmund, maestro artesano del ejército tanelornita. Apenas tenía un par de discípulos, pues la mayor parte del trabajo consistía en ir manteniendo operativas las armas ya existentes que cada uno de los extranjeros aportaba a la guardia, que esta estaba constituida principalmente por aventureros que habían abandonado el oficio y buscaban en la ciudad errante un responso de relativa paz. A cambio, ponían su dilatada experiencia con las armas al servicio de tan singular lugar de acogida.

Cuando estos antiguos héroes fallecían, sus instrumentos de guerra pasaban  (a menos que expresaran lo contrario) a formar parte del arsenal de Tanelorn. En algunos casos, como armas especialmente caóticas o pertenecientes a caballeros de la Ley, simplemente se entregaban al maestro artesano de Tanelorn, para que las mantuviera guardadas en un lugar seguro. Nadie conocía el destino de las mismas, lo único seguro es que no abandonaban la ciudad bajo ningún concepto y que no volvían a ser empuñadas por ningún nuevo inquilino de la ciudad evanescente.

Puesto que los caballeros que formaban el grueso de la defensa de la ciudad ya venían equipados al llegar a Tanelorn, el trabajo principal de los herreros era repararles el equipo y fabricar arcos, flechas, espadas cortas y armaduras sencillas para los soldados de bajo rango, además de herraduras, herramientas y otros elementos sencillos.

El maestro de los herreros era un hombre huraño y extravagante. Corrían leyendas de lo más variopintas sobre él. Que fue un esclavo de los melniboneses, que había estado en la Fortaleza Oscura o incluso que era amigo de un demonio artesano, con el que quedaba para fumar extrañas hierbas en las afueras de la ciudad. Lo cierto es que Oddmund despreciaba a sus alumnos porque no tenían demasiado entusiasmo en el arte de la forja, pues allí acababan los que no daban la talla como soldados, pero con Worso fue diferente.

Ambos compartían una obsesión casi enfermiza por las armas y enseguida se hicieron grandes amigos. El joven aprendiz estaba entusiasmado con las lecciones de Oddmund. Cuando acababan las clases, ambos se quedaban en la forja y divagaban sobre métodos y diseños para producir artefactos más resistentes y letales, todo ello alrededor del fuego incandescente, donde el anciano gustaba de arrojar hongos secos que aromatizaban el ambiente y curiosamente hacían que las conversaciones cada vez fueran más delirantes. Una noche, cuando ya apenas se mantenían en pie, Oddmund le dijo a Worso que lo siguiera. Ambos bajaron por unas escaleras de caracol, escondidas bajo una trampilla de una recóndita habitación de la forja. Con voz teatral el maestro exclamó “Bienvenido a mi casa de la guerra”.

Era la colección de armas legendarias que no se utilizaban y que Oddmund había ido archivando, ordenando y exponiendo cuidadosamente, incluso utilizando figuras de arcilla o madera a modo de maniquíes, creando un fantasmagórico museo de valor incalculable y que hizo que la vida de Worso cambiara para siempre, pues fue allí donde pudo empezar a apreciar el auténtico arte de la forja y creación de instrumentos de guerra. Y a diferencia de sus locos sueños de artesano adolescente, estos funcionaban eficientemente.

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Se maravilló con las armaduras repletas de armamento oculto de los asesinos, con sus dagas retráctiles, pequeñas ballestas que se montaban en los antebrazos, hombreras que podían utilizarse puntualmente como una gran cuchilla arrojadiza o cuerdas de seda que aparecían de las muñequeras, tan letales como silenciosas si podías sorprender al enemigo por la espalda.

Worso también conoció los instrumentos de la Ley. Un par de corazas blancas y plateadas, con poderosas cabezas de león esculpidas en los petos y hombreras. Las acompañaban el mismo número de espadas enormes, mandobles enrunados con ordenadas inscripciones de Donblas o Arkin, objetos casi indestructibles y de una belleza y sobriedad magníficos. Abrumadores frente al enemigo, obras de arte al servicio de guerreros que nunca buscaban la sorpresa o emboscada, sino el enfrentamiento directo y sin concesiones.

Y en el otro lado de la forma de entender la guerra, las armaduras pan tangianas, siniestras, pesadas, trufadas de espinas y calaveras, negras como el tizón y con rugientes runas de ennegrecido aspecto, esculpidas con una tétrica caligrafía que podía mantener demonios atados en su interior, o conjurar pactos de magia oscura que infringía daños inimaginables a sus enemigos. Oddmund recordaba cómo cuando estas armas eran empuñadas por sus amos, las runas se volvían rugientes y brillaban rojas como brasas incandescentes. Pero al morir sus propietarios, estas se apagaron, seguramente porque la magia demoníaca que contenían había vuelto al infierno del que provenía.

Worso y Oddmund pasaban muchas noches admirando aquellas piezas de museo. Tras la sesión de hierbas medicinales que despejaban la mente (siempre según la versión del anciano maestro), bajaban de nuevo a la catacumba y discutían sobre aquellas piezas excepcionales.

Una noche, la conversación se les fue de las manos y cuando volvieron a la forja por la trampilla oculta, vieron que estaba amaneciendo. Oddmund le dijo al joven aprendiz que le siguiera, que aún no le había mostrado la mejor de las piezas. Muy emocionado, Worso siguió al maestro. Cruzaron la ciudad mientras todos aún dormían y salieron a las afueras. Una espesa niebla rodeaba Tanelorn y tardaron un rato en encontrar lo que Oddmund buscaba. Finalmente, allí estaba la codiciada pieza que estaban buscando.

Una parte del suelo se había cristalizado y se había tornado un negro espejo. Sobre esta refulgente superficie se encontraba una armadura y un gran mandoble negros y brillantes, llenos de runas con un tenue brillo azulado, con un diseño un diseño siniestro como el de los pan tangianos, pero de una belleza y refinamiento dignos de los de los agentes de la Ley. Se veían tan indestructibles como ligeras. Era algo hipnótico para un artesano de las armas. Oddmund le empezó a explicar la procedencia de aquella maravilla. Resultó que muchos años atrás, por un corto período de tiempo, un caballero dragón melnibonés formó parte de la guardia de Tanelorn. Se llamaba Exilium y pudo verlo luchar unas pocas veces. Así pudo observar que gracias a la impenetrabilidad y poco peso de la armadura, Exilium sólo tenía que preocuparse de no recibir ningún impacto directo, todos los cortes o ataques ligeros eran repelidos por las indestructibles placas que formaban la coraza, mientras que la negra espada con azul refulgir era demoledora contra sus enemigos. Incluso había visto como en un golpe, Exilium, un melnibonés ya mayor, era capaz de cortar un escudo por la mitad. “Incluso después de morir, estas armas conservan parte del refulgir en sus runas, es increíble” comentaba el anciano artesano.

Oddmund había conseguido hablar con él de forma distendida en la celebración del enésimo triunfo sobre los bandidos que acechaban Tanelorn y, como no podía ser de otra manera, lo abrumó con preguntas sobre su armadura y su espada. En las respuestas del canoso caballero, comprendió que aquellos objetos excepcionales no podrían fabricarse nunca en Tanelorn. Según Exilium, su armadura era de escamas de dragón, un material que sólo podía forjarse bajo el fuego mágico de estos seres, pues las llamas normales no lo podían malear lo más mínimo. Su espada también estaba forjada bajo el aliento ardiente de los dragones, con un extraño metal oscuro que sólo se podía conseguir en la tierra de los Nirhain, amén de tener un demonio de combate imbuido en la misma esencia de su hoja. Materiales, técnicas, procesos y elementos de los que sólo los melniboneses podían disponer y que les daban una ventaja absoluta en combate contra sus enemigos.
  • Yo soy un anciano y no puedo abandonar ya a mis alumnos. Siempre fui más un coleccionista que un armero. Antes de venir a Tanelorn era un noble de Ilmiora y tenía una colección notable de instrumentos de guerra. Cuando por culpa de una disputa feudal tuve que huir apresuradamente, perdí todas esas joyas militares. En el momento que logré exiliarme en Tanelorn empecé a trabajar el acero y crear mis propias armas. Con el tiempo llegué a ser el alumno más aventajado del antiguo maestro armero, pero nunca he conseguido ser más que un forjador de armas como cualquier otro, aquí lo que se requiere es personal que sea capaz de reparar más que de crear. Mi único consuelo ha sido ir construyendo el pequeño museo, cuya existencia he compartido contigo estos días. Estoy seguro que a estas alturas ya te habrás dado cuenta de cuál será tu futuro como armero si te quedas en Tanelorn, querido Worso – su joven aprendiz asintió.
Fue sólo una breve conversación, pero suficiente para que el futuro artesano se diera cuenta de su situación y tomara una decisión definitiva: Él quería ser el mejor artesano de los Reinos Jóvenes y crear armas y armaduras que hicieran que los suyos fueran vencedores en los combates que vendrían en el futuro. Y para eso debía abandonar Tanelorn y empezar a buscar por el resto del mundo técnicas y procesos que le permitieran conseguir su objetivo.

Worso acabó su instrucción y aprendió todo (lo poco) que Tanelorn le podía ofrecer como artesano y herrero, poco después, en una fría tarde de otoño Veremont veía alejarse a su pupilo, que apenas había cumplido los veinte años, más allá de las fronteras de la ciudad que habían compartido aquellos años. Una mezcla de tristeza y alivio le invadió. Al volver hacia su monasterio encontró a un cachorro de perro abandonado en la puerta del mismo.
  • ¡Te llamaré Worso! – y entró con la cría en brazos en su convento. Tenía que investigar algún libro más de los Darzhi y encontrar de una vez otro nombre.