- ¿Lo oyes? - La jovencísima Zania le preguntaba a su
admirado primo, con una mezcla de entusiasmo y secretismo en su aguda voz
siseante.
- ¿El qué? - El escepticismo y un punto de agresividad
resonaba en la respuesta de Grey.
- La nieve. El sonido de la nieve cayendo. - La chiquilla
volvía su mirada a los pausados copos, que se deslizaban erráticos entre el
suave viento de aquella nocturna nevada que volvía a emblanquecer el pequeño
pueblo de Aeshan.
- ¡La nieve no hace ruido al caer! - Había un punto de enojo
en la respuesta. Infantil y desencantado, pero poco confortable a los oídos de
Zania, que le replicaba manteniendo su voz dulce y aguda.
- ¡Sí que se oye! - cerró los ojos y prosiguió - es como
cuando doblas sábanas sobre la cama y las amontonas una encima de otra, como si
pudieras oír el algodón. Si cierras los ojos y te concentras lo podrás oír,
como lo oigo yo.
Aquella mañana, tras muchos años volvía a nevar tímidamente
en Aeshan. Un menos joven Grey Ash intentaba oír el sonido de los copos, con
los ojos cerrados. De repente los abrió y miró a través de los fríos barrotes
de su celda. Amanecía y una fuerte luz blanca del sol naciente, tras las nubes
invernales, iluminaba el callejón trasero de la mazmorra donde había pasado la
noche. Un resplandor fantasmal, que hacía que la nieve pareciera negras cenizas
flotando en una brillante neblina blanca. Seguro que Zania seguía oyendo la
sorda música de la nevada.
Otra noche en prisión. Más fría de lo habitual, pero también
más productiva. Grey Ash no estaba triste ni preocupado, pues había conseguido
encontrar el camino que quería recorrer en su vida. El primer paso había sido
un traspiés, frustrante y revelador a partes iguales y ahora sólo cabía esperar
su vuelta a la libertad. A la rutina diaria, a su vida de siempre. Pero esta
vez sería sólo por un instante. La senda a seguir se había revelado en la
oscuridad de la jornada anterior y ahora sonreía para sus adentros. No podía
decir quién era, pero si quién iba a ser.
Como cada vez que un brujo caótico aparecía en su pequeño Aeshan,
Grey Ash se interesaba por él. Y no era el único. Las leyendas de los brujos
eshmirianos aún retumbaban en los ecos del imaginario colectivo de los
habitantes de aquellas tierras. De hecho hacía tiempo que se habían traspasado
a una desencantada juventud, la que habitaba las afueras de la capital, Elwer,
el único lugar donde se permitía el uso de la magia oscura. Aquella nueva
generación se sentía decepcionada y marginada. Consideraban que aquella
decisión tomada tiempo atrás por los gobernantes del Eshmir era injusta y
discriminatoria. No importaban los desastres que las fuerzas del Multiverso
habían repartido por aquellas tierras y que la necesidad de limitarlos hubiera
circunscrito la magia negra a Elwer. Si los eshmirianos de la capital eran
buenos para practicarla, no veían porque ellos no podían. En el fondo, seguro
que era una estrategia de los acaudalados elwerianos, para que otros no les
hicieran sombra desde el exterior de su grandilocuente capital. Y no estaban
dispuestos a permitirlo.
De nuevo, el grupo de adolescentes, ávidos de conocimiento y
seguramente de reconocimiento, se reunió y volvieron a sumar esfuerzos para,
utilizando sus, en muchos casos, exiguos ahorros, intentar convencer a aquel
desconocido de que les adentrara en sus conocimientos arcanos. De nuevo, fuera
de la ley, de nuevo, en la senda del conocimiento prohibido. ¿Quién podría, a
esas ajetreadas edades, resistirse a semejante reto?.
Los magos no viven del aire (bueno, como mínimo no los
omnipotentes). Y aquel, que se hacía llamar Lord Teivel, no iba sobrado de
bienes ni de escrúpulos. Así que aceptó instruir a aquella reducida tropa de
aspirantes a hechiceros. Alerno y Gukamos, dos hermanos que habían convertido su
vida en una competición perpetúa entre ambos. Maribela, aquella joven hija de
un rico mercader que tenía que demostrarse constantemente que era algo más que
la descendiente acaudalada predilecta, aunque acabara financiando las aventuras
de sus cómplices además de las suyas propias y Grey Ash, alguien que sentía que
había nacido para marcar la diferencia, aunque nadie sabía en qué.
Fueron tres provechosas noches de oscuros aprendizajes. Los
cuatro aprendieron a entender el uso de las runas, las teorías de las
invocaciones caóticas, la naturaleza de los demonios y tantas y tantas cosas
fascinantes y prohibidas que les marcaron para siempre y que les volvieron a
hacerse sentir realmente vivos de nuevo en aquella roca perdida de la mano de
los dioses llamada Aeshan. Pero aquella prometedora carrera acelerada de
ocultismo se acabó de repente en la cuarta noche.
Las autoridades les habían seguido, habían esperado
pacientemente a que la clase estuviera en su absorto apogeo y entonces
decidieron actuar.
Un grupo de guardias armados, una docena de ellos,
acompañados de varios sacerdotes interrumpieron la sesión. Lord Teivel
permaneció impasible, bajo la atenta mirada de los sacerdotes, mientras la
patrulla armada reducía de malas maneras a sus alumnos. Los redujeron, les
ataron de pies de manos y los pusieron de bruces al suelo, mirando a su
improvisado maestro.
- ¡Lo veis insensatos!.¡Nadie puede desafiar las leyes de
Aeshan! - la voz de uno de los sacerdotes se impuso al alboroto que imperaba
en la sala.
Los muchachos miraron hacia su maestro. Estaban muertos de
miedo. Pero Lord Teivel parecía impasible.
- Ahora veréis que la inutilidad de los actos de vuestro
farsante maestro - prosiguió - ¡Detenedlo y llevadlo al cuartel! - la respuesta
del impelido fue extraña y a los cuatro jóvenes se les quedó grabada en la
mente.
- No os engañéis. He accedido a instruiros, porque en uno de
vosotros he visto el Fuego del Caos en su alma. Uno de vosotros será clave en
los próximos años. Uno de vosotros puede cambiar el destino de este mundo - y
soltó una sonora y tétrica carcajada.
Entonces una columna de fuego gigantesca rodeó a Lord
Teivel. La cegadora explosión que le prosiguió acabó con todos los presentes
por los suelos, aunque no se quemaron. Donde estaba el maestro del Caos que
debía ser detenido, sólo un círculo rúnico incandescente de abrasadoras runas
daba testimonio de la magia que allí se acababa de utilizar. Se había
volatizado.
Aquella escena se repetía una y otra vez en la alborotada
cabeza del joven Grey. Aquello era el poder real. Ser intocable, inalcanzable,
místico, sin amo ni reglas que le limitaran. Aquello que tenía Lord Teivel es
lo que Grey Ash deseaba. Siempre había tenido el miedo de que todo aquello que
las leyendas contaban no fuera cierto o estuviera demasiado exagerado por los
bardos que las trasmitían. Pero no, ahora sabía que eran ciertas. Ahora sabía
lo que tenía que hacer.
No tardó mucho en salir de la prisión. Los guardias no
querían quedar como incompetentes y los sacerdotes habían sido humillados por
aquel desconocido. Los jóvenes ya habían sido escarmentados con una noche en el
calabozo. No era un gran castigo, pero el lobo les había mostrado las orejas y
seguro que se olvidarían por un tiempo de hacer nada inapropiado en Aeshan.
Cuanto antes se echara tierra sobre el asunto, mejor.
Grey Ash apenas siguió en aquel pueblo que tanto le
hastiaba. En dos días había recogido lo imprescindible para un viaje y su
limitado capital en un zurrón. Compró el caballo más barato de Aeshan y se
decidió a partir. Zania fue la última que le vio, intentando impedir que se
fuera.
- Volveré cuando consiga ser lo que en realidad soy - fueron
las ultimas palabra de Grey Ash a su prima, que lo despidió con la vista
nublada y el corazón en un puño.
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